feb 202012
 

Muchas veces me trasladan cuestiones al respecto de si ciertas habilidades en un puesto de trabajo deben ser innatas o se pueden aprender y desarrollar. Evidentemente, mi respuesta no es la misma según el puesto de trabajo, pero en general considero que hay mucho que se debe y puede aprender y desarrollar. También es cierto que nuestros rasgos de personalidad, que se han ido forjando a través de nuestro desarrollo como personas, deben permitir disponer de ciertas actitudes y habilidades.

Ahora bien, raramente me cuestionan sobre las habilidades de dirección o gestión de una empresa. A menudo me encuentro con personas muy formadas en ciertas disciplinas pero que carecen de los conocimientos adecuados en la gestión de una empresa. En algunos casos, incluso sus rasgos de personalidad pueden suponer déficits que pueden comportar limitaciones en el desarrollo de la dirección de una empresa.

¿No deberían ser los déficits en conocimientos y habilidades de gestión de sus directivos los principales puntos débiles que una empresa debe corregir? ¿Es suficiente con disponer de mucha experiencia, larga trayectoria o mucho conocimiento de lo que se ofrece y del mercado para tener el perfil adecuado para gestionar una empresa?

Dirigir una empresa es muy difícil. Resumiría  que indispensablemente requiere de:

  • Conocimiento de herramientas y métodos de gestión.
  • Ciertas habilidades de dirección, rasgos de personalidad y actitudes.

El conocimiento de herramientas y métodos de gestión es una de las grandes lagunas de muchos directivos. Como muchas disciplinas en esta vida no se basan sólo en la disposición de un don divino, se requiere también de conocimientos técnicos. Muchas veces se intentan adquirir de forma teórica: cursos máster, posgrados, etc. Estas capacitaciones se muestran muchas veces insuficientes pues simplemente suponen la adquisición de conocimientos teóricos que muchas personas no saben cómo aplicar realmente en su empresa.

Por otro lado, gestionando una empresa, una persona se enfrenta a la necesidad de dirigir personas para desarrollarlas y sacar el máximo provecho de las mismas, tomar decisiones, generar y desarrollar relaciones, negociar, etc. Todo esto requiere del conocimiento de métodos, pero también del desarrollo de ciertas habilidades.

A menudo defino nuestra labor como consultores como el apoyo necesario para el desarrollo de estas capacidades de forma combinada. Muchas veces buenas capacitaciones en escuelas de negocio no logran adaptarse a las necesidades y al día a día de una empresa, que son a los que se enfrenta un directivo y que muchas veces hace que pierda de vista las oportunidades de implementar métodos de gestión o desarrollar habilidades.

Nuestro papel como consultores debe ser precisamente éste. Situándonos al lado de la dirección de una empresa, aconsejar los métodos más adecuados a aplicar para analizar, planificar e implementar acciones para conseguir un objetivo, velando porque se apliquen a la vez las habilidades directivas adecuadas.

De esta forma conseguimos reforzar el que debería ser uno de los puntos fuertes necesarios, aunque no suficientes, de una empresa: la capacidad de sus directivos para gestionarla adecuadamente, porque en definitiva: NADIE NACE SABIENDO GESTIONAR UNA EMPRESA.

José María Llauger
Gerente de AICON Consultores de Gestión
20/02/2012

ene 202012
 

Dirigir una empresa se traduce, normalmente, en la necesidad de gestionar un grupo de personas con el fin de conseguir una serie de objetivos. Este propósito nunca es una tarea fácil, pero sin duda puede representar un desafío mayúsculo cuando la empresa se enfrenta a situaciones complicadas económicamente o en sus mercados. Sin duda, la dificultad de conseguir ciertos objetivos y las medidas, que muchas veces se deben adoptar, complican la gestión de las personas, que son elementos críticos para alcanzar los retos de la empresa.

Es importante, para una persona que debe dirigir una empresa que afronta difíciles retos, el sentirse acompañada. La soledad en estos momentos suele aparecer y acostumbra a provocar desánimo en la persona que debe liderar los cambios, especialmente cuando estos requieren de esfuerzos y medidas, a veces no populares. Esta persona deberá contar con personas de confianza, un equipo directivo, asesores, etc., que le ayuden y acompañen en este proceso, empujando en la dirección de los objetivos por mucho que los mismos parezcan lejanos.

En estos procesos se debe realizar un esfuerzo muy importante por comunicar adecuadamente, no esperando que todas las medidas sean entendidas por el personal, pero sí esforzándose por realizar un seguimiento de cómo estos están reaccionando con respecto a los cambios. El saber gestionar estos momentos es fundamental; de lo contrario puede producirse una separación irreconciliable entre la dirección de la empresa y el resto de los trabajadores, que puede derivar en líneas de actuación que no vayan en la línea de los objetivos definidos, con la consiguiente pérdida de recursos, tiempo y dinero necesarios en estos momentos. El líder de una empresa debe prepararse adecuadamente metodológica y anímicamente para gestionar crisis en las empresas. Sin su aliento, su fuerza y su perseverancia en el objetivo de realizar los cambios necesarios para conseguir mejorar el futuro de la empresa, los cambios no se llevarán a cabo y la crisis afectará de forma más acentuada a la compañía.

José María Llauger
Gerente y Director Técnico de Aicon Consultores de Gestión, S.L.
Editorial – InfoManagement – Enero 2012

sep 082010
 

La Vanguardia del domingo 22 de los corrientes publicaba un artículo titulado Los trabajadores tienen miedo a su jefe de la Sra. Nuria Peláez, colaboradora habitual de este rotativo en la sección de empleo. Su lectura y posterior reflexión me ha incitado a una segunda entrega del título que ya publicamos en febrero de 2008. En el mencionado artículo de La Vanguardia se decía que nada menos que un 85% de los profesionales no acude a su jefe en aquellas ocasiones en que por sentido común debería y explicaba los distintos motivos aportados para este comportamiento anómalo. Recomiendo a quien le interese el tema que lea el original, sin que mis comentarios lo desvirtúen. Pero a mí me llamó la atención la primera frase del artículo, que cito textualmente: “Muchos jefes saben mandar, pero pocos se ganan la confianza de sus subordinados.”

Ya sabemos que la extensión de un artículo periodístico no da para atar todos los cabos de las ideas que se apuntan. Por tanto, que nada de lo que voy a decir se interprete como una crítica al artículo; además me interesa sacarle punta a la frase desde otro aspecto: mi reconocimiento a la Sra. Peláez por sugerirme una derivada. Lo mío con el tema de los managers o jefes bien podría calificarse de fijación; es aquello de “cada loco con su tema”, lo tengo asumido. Hoy lo miraré desde un punto de vista más filosófico o existencial, si se quiere, porque de eficacia ya hemos hablado otras veces.

Si al leer “Muchos jefes saben mandar, pero…” alguien interpreta “son buenos jefes”, como a mí me ocurrió, a uno le puede quedar “la mosca detrás de la oreja” y para decirlo rápido, negar la mayor; es decir, no tener por buenos jefes a quienes tan poca confianza generan en las personas que les reportan. Ya sé que el artículo no dice que sean buenos jefes, sino que saben mandar; no lo estoy contradiciendo sino sacándole punta para hablar de otro aspecto, en realidad de lo mismo, pero en un sentido más amplio.

Si por saber mandar entendemos ser eficaces al timón en tiempos de tempestad como los que nos ha tocado vivir, bien está, que necesitados de ello estamos. Y si es necesario aguantaremos al “cabroncete” eficaz. Pero no es suficiente, aunque pueda ser lo más importante en momentos de dificultad. Y no es suficiente porque lo quieran o no, los jefes tienen incidencia en la vida de muchas personas.

Cuando publicamos El sistema HOI en noviembre de 2007, a parte de ponerle nombre a rasgos para mí fundamentales a la esencia del jefe, mencioné que en mi vida profesional me había encontrado a algún jefe excepcional. Mencionaré ahora un aspecto humano de un jefe excepcional que me impresionó. En primer lugar, era poco dado a hablar de sí mismo, pero en alguna rara ocasión mencionó lo que sin duda era uno de sus principios básicos de actuación, digamos su filosofía profunda. Para explicar por qué no tomaría una determinada decisión sino otra dijo “tengo responsabilidad sobre demasiadas personas”. Recuerdo que el tema en cuestión no era de dinero ni de despedir a nadie, ni puramente de manejar el timón, sino de cómo manejar una situación de personas. Me impresionó porque, sin explicitarlo en ningún otro caso, me dio la clave para entender otras pautas de su comportamiento. Entre paréntesis diré que era además súper eficaz, buen manejador del timón y de la información, el arquetipo HOI tal como se definió entonces.

Quiero decir que no estamos hablando del clásico bonachón, pero en cuyas manos mejor no estuviéramos si van mal las cosas, no; estamos hablando de alguien a quien no le temblaba el pulso para tomar decisiones difíciles de la clase que fueran si eran necesarias y nunca renunciaba a obtener los resultados esperados, pero que tenía muy implantado en su ADN eso que se explica ahora en las escuelas de negocios en el epígrafe de la responsabilidad social. No era raro, después de que gente había trabajado con él años atrás nunca lo catalogaran de buen jefe; siempre lo ponían en la categoría de excepcional. Ya sé que todos no podemos pretender ser excepcionales. Pero no estaría de más que pensáramos la influencia que como jefes podemos tener en la felicidad de nuestros subordinados y sus familias. De hecho estuve tentado de titular el artículo en plan provocador: Los Jefes y la Felicidad de las Personas, pero no me quise poner tan trascendental. No digo que sea responsabilidad del jefe la felicidad o infelicidad del subordinado, pero que le puede amargar la vida, sí lo digo. Sería bueno que sin que lo logremos pretendiéramos ser excepcionales, a ver si nos quedábamos en algún punto intermedio que fuera aceptable sin que fuera necesario que nos recordaran que existe el mobbing. A veces parece que la parte aprendida en las escuelas de negocios es aquella que nos va a salvar de que nos lleven a juicio, un poco como aquello de saberse la localización de los radares, no para cumplir sino para que no nos pillen. La verdadera eficacia se consigue haciendo las cosas genuinamente, de verdad.

Viene hablándose desde hace mucho tiempo instaurar una especie de código deontológico para los jefes, como tienen los médicos u otras profesiones. Lo malo es que sólo se habla de ello cuando se hacen cosas malas con los dineros, como ocurrió no hace mucho… Debería ser más integral y contemplar los aspectos humanos de la responsabilidad social, que es mucha, grosso modo la mitad de la vida consciente de las personas es trabajo y casi todos tenemos jefes y algunos lo son a su vez y hay personas a las que les afecta muchísimo cómo son tratadas. Que no es un tema menor resulta evidente escuchando las conversaciones del personal en bares y restaurantes a diario o hablando con amigos; no conozco prácticamente a nadie que no tenga conocimiento de algún jefe que le amarga la vida a alguien y lo malo es que en la mayoría de los casos de una forma gratuita, sin conseguir ningún beneficio para la empresa, sino más bien al contrario. Por más que la canción intente humanizar al “jefe gruñón” no será más aceptable. Creo que ya va siendo hora de dejar de pensar que estas cosas así planteadas son propias de ursulinas. Estamos hablando del bienestar de las personas y de la eficacia de nuestras empresas.

Genís Barcons
Consultor de Aicon Consultores de Gestión, S.L.
08/09/2010

jun 202010
 

Llevo tiempo introduciendo el concepto del DESAPRENDIZAJE en las charlas que tengo el placer de impartir. Me parece un aspecto clave para afrontar los retos que las personas y las empresas vivimos en estos momentos.

Es imprescindible que nos demos cuenta de que el mundo ha cambiado mucho, que nos habíamos acostumbrado a vivir en un entorno social y económico que probablemente no volverá a ser nunca igual. Habíamos visto cómo determinados trabajos y determinados negocios eran llevados a cabo por gente que venía de fuera de nuestro país, gente que a menudo hacía unos sacrificios por unos sueldos que nosotros ya no éramos capaces de  hacer.

Seguimos viendo cómo surgen empresas en países emergentes que triunfan, en diferentes sectores, a nivel mundial. Nosotros, en cambio, seguimos entre discursos de  compasión y de búsqueda de cuál será el nuevo sector en el que el país se tiene que especializar para salir adelante.

Quizás el problema es el modo que tenemos de plantearnos los retos. Nuestra cultura y  el entorno en el que hemos vivido nos han llevado a tener unas creencias, unos valores y, como consecuencia, adoptar un modo de ver las cosas y comportarnos que quizás ya no valen.

El que, de este país, se adapte mejor a este nuevo mundo será el que sea capaz de  DESAPRENDER más de prisa para valorar las cosas de un modo diferente y tomar decisiones diferentes sobre su vida y su empresa.

DA EL PRIMER PASO à IDENTIFICA QUÉ DEBES DESAPRENDER, QUÉ DEBE DESAPRENDDER TU EMPRESA.

José María Llauger
Gerente de Aicon Consultores de Gestión, S.L.
Editorial – InfoManagement – Junio 2010

abr 252008
 

Hoy me gustaría reflexionar sobre un aspecto clave para una empresa, sobre todo para aquellas que han crecido y perciben que todo no se puede gestionar ni controlar como se hacía anteriormente.

Os lanzo una pregunta: ¿Os imagináis que pasaría en una sociedad o en un país como el que vivimos sin leyes? ¿Os imagináis un país como el nuestro sin controles?

Seguro que al inicio de las sociedades no hacían falta estas leyes o estos controles, aunque seguro que pronto desarrollaron un sistema en el que se estableció, o todos entendían, qué era lo que estaba bien y lo que estaba mal (valores) y también cómo debían de hacerse las cosas. También, seguramente, existía algún patriarca o jefe que controlaba que esto se aplicara.

Me gustaría que cogierais este ejemplo y lo aproximáramos al mundo empresarial. En las empresas, cuando se inician o cuando son pequeñas no es necesario establecer demasiados procesos, demasiadas normas ni demasiados controles. ¿Por qué? Porque existe un jefe que puede estar más o menos controlándolo todo y todos pueden saber más o menos lo que hay que hacer y cómo. No supone mucha dificultad y los que empiezan la empresa se encuentran debidamente implicados y aleccionados.

Ahora bien, qué pasa cuando una empresa crece. Es necesario establecer: procesos, normas y controles. Si no lo hacemos, deberemos poner muchos jefes. Pero cuidado cuando se abusa de jefes; a menudo lo que se fomentan son los reinos de taifas y diferentes formas de hacer no alineadas entre departamentos.

Por lo tanto, os propongo que fomentéis en vuestras empresas el establecimiento de procesos, normas y algunos controles para estos.

Los procesos y las normas permiten que tengamos unas leyes comunes que garantizan que apliquemos unos pasos y principios para llegar a un objetivo. Todos los conocemos y entendemos que están por encima de personalismos, por el bien de la empresa. También sabemos que podemos cambiarlos.

Los controles garantizarán que cuando alguien aparte la vista no se despreocupe de los procesos y las normas que se establecieron y pueda controlar que se siguen realizando y que están dando los resultados previstos. Si no es así, toca revisarlos y mejorar.

Creedme, las leyes (procesos y normas) y los controles nos ayudan a convivir, también en la empresa.

José María Llauger
Gerente y director técnico de Aicon Consultores de Gestión, S.L.
25/04/2008

feb 252008
 

La mayoría de artículos, conferencias y charlas parecen tener un leitmotiv oculto: “Lo que importa es lo que los Jefes hacen”. Entendiendo claro por jefes a los “realmente líderes”. Es verdad que esto es importante, pero la mera definición de jefe implica que tiene que conseguir los resultados a través de otros; de esos otros de los que raramente se habla, pero sin los cuales no hay equipo.

Por suerte también se habla del trabajo en equipo, pero casi siempre dando a entender que un buen equipo es mérito del jefe: pones un buen jefe y tendrás un buen equipo. Sí, pero no es suficiente. Esos otros, que olvidamos, no constituyen un buen equipo por tener un buen jefe delante. Constituyen un buen equipo si tienen un buen jefe (necesario), tienen ganas de hacer equipo y tienen las cualidades y preparación necesarias para integrarse en un buen equipo.

Es importante que empecemos por aceptar que no todo el mundo puede/quiere trabajar en un determinado equipo. (Algunas personas trabajan incluso mejor solas o sin equipo). La selección de los futuros componentes de un equipo es importante, independientemente de lo bueno que sea el jefe que les pongamos delante y de las capacidades de liderazgo que tenga. Realmente nunca serán suficientes nuestros esfuerzos para la formación de las personas. Y todas las formaciones son válidas, incluso las autodidactas, pero la empresa ha de poner recursos de su parte también, pues quien no siembra no recoge, y además los resultados acostumbran a ser proporcionales a los medios empleados. Que no sólo de jefes se vive; al final el trabajo deben hacerlo sus colaboradores.

Esos otros que forman el equipo y de quienes nos acostumbramos a olvidar en beneficio de los jefes que en este mundo se llevan toda la gloria, constituyen el objeto de los desvelos de los auténticos líderes, a quienes ayudan en todo momento a entregar lo mejor de sí mismos, a quienes obligan a funcionar cuando las motivaciones desfallecen y a quienes, en definitiva, ayudan haciéndoles seguimiento.

Nunca los jefes buenos de verdad, aquellos para quienes vale la pena trabajar, se pondrán por delante a sí mismos. Ellos son perfectamente conscientes de la importancia de los otros, sus colaboradores, sin los cuales nada conseguirían. Seamos pues consecuentes y demos a todas las personas que componen el capital humano de la organización la atención que su contribución al éxito común requieren.

Genís Barcons
Consultor de Aicon Consultores de Gestión, S.L.
25/02/2008

nov 222007
 

Unas notas en una agenda antigua me recordaron una etapa de mi vida laboral en la que el deporte del tiro al pichón (crítica cruel a los jefes) se practicaba con asiduidad en las tertulias con los compañeros de trabajo. Era una distracción como otra, sucedánea de hablar de fútbol, considerado en aquel entorno un tema menos culto (?~!). Todo el mundo criticaba a los jefes, como en todas partes, pero algunos lo hacíamos sistemáticamente y hasta con método.

Lo del método porque, siendo a su vez jefecillos algunos de nosotros, intentábamos descubrir las claves de la eficacia o ineficacia de nuestros criticados, que entonces adquirían ya la categoría de observados y objeto de estudio, y así los criticadores ya no nos sentíamos tan miserables. También es verdad que secretamente pretendíamos aprender de los aciertos y errores de otros, siempre más obvios y “objetivables”, para después podernos aplicar el cuento.

Con el tiempo, el patrón de rasgos para encasillar a los jefes fue concretándose y sobre todo simplificándose. La simplicidad era una necesidad por varios motivos:

  1. las tertulias de café en las que se practicaba el deporte de la crítica no permitían esquemas elaborados;
  2. no teníamos la preparación para elaborar una teoría que resistiera un análisis riguroso;
  3. no pretendíamos nada más que tener un esquema en el que entendernos nosotros mismos.

Sin contárselo a nadie (no me hubiera atrevido), empecé a escribir una especie de esquema, a darle nombres a los rasgos característicos de los jefes observados, sistematizándolos y ordenándolos por categorías. Con el tiempo, ya al margen de las sesiones de “crítica” mencionadas, el entramado evolucionó, unos temas se borraron, otros se refundieron o reordenaron, derivando el esquema inicial en un sistema simple, que se expone a continuación, por si a alguien le inspira algo útil, aunque sea desde la discrepancia más absoluta.

Digamos de entrada qué entendemos por jefe, en el contexto de este artículo: alguien que tiene personas a su cargo, sin el concurso de los cuales poca cosa puede conseguir en su área. Por tanto, no estamos hablando de líderes, aunque los jefes también pueden serlo. Así que no hablamos de liderazgo, sino más propiamente de management, por utilizar el término inglés que me parece más adecuado a lo que se quiere transmitir. De forma que a partir de ahora se pondrá manager en lugar de jefe, jefecillo, director o lo que sea; el nivel no es determinante.

El principal rasgo que caracteriza la esencia de un manager es la capacidad de obtener resultados a través de otros (de las personas que colaboran con él, normalmente sus subordinados). No entramos aquí en qué estilo de liderazgo emplea nuestro manager. No es que no sea importante, simplemente no es el objeto de este artículo.

El que se alcancen resultados útiles a través de otros (se sea eficaz como manager), no prejuzga que nuestros subordinados nos quieran, nos aprecien, estén motivados o descontentos. Con todo lo importante que esto pueda ser. No hagamos por tanto juicios de valor y quedémonos con lo práctico y tangible: resultados a través de otros, “hacer hacer”, “have the things done” o como cada cual quiera llamarlo. O sea, que ningún manager eficaz queda excluido de la condición de tal por el cómo lo haga.

Otro rasgo de un buen manager es la de entenderse y manejarse eficazmente con la información, como base para la acción. Es ésta una característica transversal al resto de principios, modos y maneras con que se persiguen los objetivos. No todos los managers lo llevan bien en este punto, incluso algunos que son eficaces. El mayor o menor dominio, incluso la ausencia casi total de esta habilidad, no implica la negación de ser manager, si conseguimos resultados a través de otros.

Extendámonos un poco. Por manejarse bien con la información queremos decir tres cosas que van ligadas de alguna forma:

  1. Ir a las fuentes de la información, desconfiando de interpretaciones o asunciones que se nos suministren ya hechas;
  2. Comprobar que la información responde a la realidad;
  3. Hacer seguimiento a las cosas de las que estamos informados y a las acciones que han sido decididas o planificadas.

El último rasgo de un buen manager se da en aquellos casos en que trabajar a las órdenes de alguien implica ir al unísono para conseguir unos objetivos que creemos propios, cuando parece que no se nos dirige pero se sabe a dónde se va, cuando el nivel de autoexigencia común sube, estando claro que no se va a desistir de alcanzar el objetivo señalado, aunque se empleen maneras educadas. En fin, que estamos en presencia de un manager que ayuda a que lo hagamos de la mejor manera posible sin que nos sintamos coaccionados.

Esta manera de ejercer de manager, que podríamos relacionar con estilos de dirección de los “bonitos” (participativo, coaching, etc.) es un rasgo más común de lo que parece. Pero lo que ya no es tan común, y que caracteriza a los managers excepcionales, es la combinación de esta manera de hacer con el principio que hemos enunciado en primer lugar: el de obtener resultados a través de otros. Pues en este mundo traidor hay que estar preparado para todas las eventualidades: no todos los empleados serán motivables o no siempre tendremos el tiempo para esperar que se convenzan de seguir sutiles indicaciones de rumbo, etc. Como manager no se puede dimitir nunca de conseguir los resultados.

Como la materia prima para nuestras críticas y observaciones fue relativamente abundante (había muchos jefes), la estadística ayudó a que acabaran apareciendo algunos de estos casos excepcionales, donde se evidenciaba que el arte de ejercer de manager puede llegar a cotas admirables. Los casos observados fueron pocos, pero cualitativamente muy importantes.

Finalmente nos queda formular el enunciado de lo que en el título llamamos Sistema HOI. Consiste en tres principios, ligados a los tres rasgos que se han descrito anteriormente. A cada principio se le asignó una frase de síntesis o slogan. Estas frases se formularon inicialmente en inglés, simplemente porque el entorno original de nuestras críticas y observaciones era de origen americano y así se quedaron. No recuerdo bien si estas frases son fruto de lecturas, adaptaciones o alguna combinación de ambas con lo que se quería expresar.

El Sistema HOI:

  1. Help Deliver the Best (HDB): Ayuda (a los otros) a entregar lo mejor de sí mismos. Por “otros” entendemos en primer lugar a los que nos reportan, pero los buenos managers no se quedan ahí, ayudan también a los de su propio nivel y a los de encima a hacerlo lo mejor posible. Estamos hablando del rasgo del que hemos tratado en último lugar, el que distingue a los excepcionales cuando se acompaña de los otros dos. Pero lo enunciamos en primer término, pues idealmente debe constituir nuestra primera línea de actuación.
  2. Obtain the Best From Others (OBFO): Obtén lo mejor de los otros. Cuando el principio HDB falla, por el motivo que sea, debe entrar automáticamente en acción. Conseguir los resultados es inexcusable; es el rasgo que hemos descrito en primer lugar, lo que constituye la esencia del manager. Idealmente debe constituir la segunda línea de acción, activándose sólo cuando HDB falla.
  3. Info Check, Follow-Up (ICFU): Comprueba la información, haz seguimiento. Constituye un rasgo metodológico transversal, que debe ayudarnos a no perder el rumbo. Hay que tomar las acciones basándonos en información contrastada, de cuya autenticidad no podamos dudar, no sólo porque nos hayan contado que “dice que…”. Comprobándolo por uno mismo se ahorra trabajo y disgustos. A las acciones decididas, hay que hacerles seguimiento. Sólo porque ya estén claras, incluso escritas, no van a materializarse.

El orden relativo en que aparezcan los dos primeros principios se considera importante porque implica dar preferencia a una línea de actuación sobre otra. Intercambiarlos implicaría hablar de otro sistema, no del HOI. En cambio el tercero, ICFU, siendo un principio transversal, puede estar en cualquier posición; depende de la inclinación de cada uno, de lo que se quiera resaltar o de lo que andemos más necesitados en un determinado momento.

Finalmente se puede objetar que este sistema con sólo tres principios es demasiado simplista, pues hay efectivamente muchas subdivisiones y matices posibles. Nada que decir, salvo que personalmente recorrí el camino en sentido inverso a fin de tener pocos principios, pero que fueran manejables en el mundo real.

Genís Barcons
Consultor de Aicon Consultores de Gestión, S.L.
22/11/2007

oct 222007
 

La respuesta obvia es nunca; no nos lo podemos permitir. La acelerada evolución tecnológica hace que ni tan sólo tengamos tiempo de preguntarnos si la necesidad de actualización es real, de tan intenso como es el bombardeo de nueva información, etc. que necesitamos para trabajar o simplemente vivir. En estas circunstancias, las organizaciones de toda clase, entre ellas las empresas, no tienen otro remedio que sistematizar la formación continua de su personal.

Y eso tiene dos vertientes: la primera es la necesidad de mantener al día los conocimientos que supuestamente ya tenemos, y la segunda es que a menudo debemos adquirir algún nuevo conocimiento o habilidad que nunca antes hemos tenido.

A las organizaciones nos cuesta estructurar nuestros esfuerzos en nuestro ámbito. Quizá porque el tema es “fluido”; la formación la estamos haciendo siempre que trabajamos, pero no es suficiente. Cuando nos ponemos a pensar cómo lo resolvemos —que sí lo hacemos—, a menudo nos encontramos en un marco de maneras de hacer y de cosas previamente dadas por supuesto que no es siempre el más eficaz. Es frecuente enfocar los problemas que requieren preparación contando con la gente cuya juventud nos asegure la necesaria agilidad mental. Esto siempre es una garantía. Sobre todo porque a menudo podemos constatar que a partir de una cierta edad es como predicar en el desierto, lo cual crea un serio problema: para mantener la organización actualizada nos podemos ver en la tesitura de tener que prescindir de una experiencia que no quisiéramos perder.

Por suerte, cada vez es más frecuente encontrar gente madura a quien la vida laboral ha obligado a estar siempre en la punta de avance de las técnicas de su profesión, etc. Son gente que de alguna forma ha integrado en su ADN el aprendizaje continuo. Nos gustaría pensar que esto irá a más y acabará generalizándose, diluyendo uno de nuestros problemas. Pero siempre tendremos la tentación de pensar que sólo la juventud tiene capacidad de aprender, de cambiar de campo de actividad o de adaptarse. Y mucho de esto hay; sin duda la edad juega a favor de la gente joven en estos asuntos.

Pero es la actitud ante la necesidad de seguir aprendiendo lo que marca realmente la diferencia. Si nuestra actitud frente a la necesidad de aprender una nueva técnica, enfoque, etc. es que ya no podemos, nos estamos incapacitando a nosotros mismos en la práctica. Sobre todo si esta actitud está muy interiorizada, como si de una verdad incontrovertible se tratara. Si creemos que una cosa no es posible, para nosotros acaba siendo imposible.

Damos por supuesto, claro está, que saltos en el vacío no son posibles. Si no somos físicos, por ejemplo, es mejor que nos creamos que no podremos dominar la mecánica cuántica de forma profesional. Nos referimos lógicamente a proposiciones que no ofendan el sentido común. Pero es bueno que recordemos que aquello de que “las ciencias avanzan que es una barbaridad” no funciona solamente para hundirnos en nuestra incapacidad de seguir el ritmo, —que también—, sino que también hace caer tabúes proporcionando vías de escape y esperanza.

Últimamente, algunas cosas dadas como verdades absolutas se han demostrado falsas. Me refiero a algunos axiomas, por llamarlos así, que al constituirse en “sabiduría popular” actúan como limitadores efectivos de nuestras capacidades reales. Y que, al no ser ya verdad, nos liberan mentalmente para afrontar nuevos retos y experiencias. Citemos algunas de estas cosas que la gente ha acabado creyendo “a pies juntillas” porque la ciencia supuestamente ya lo había dejado claro y que ahora ya no está tan claro o es justo lo contrario:

  1. A partir de los tres años el cerebro humano está fijado en su forma y función. En otras palabras; que podremos añadir nuevas cosas a la memoria, aprender nuevas habilidades y adquirir sabiduría. Pero la cartografía del cerebro de un adulto es tan inalterable como el color de nuestros ojos. Y como que el cerebro no puede cambiar, la naturaleza humana es también fija e inalterable, y no podemos cambiar.

    Pues bien, esta especie de dogma, que algunos llaman “nihilismo neurológico”, es falso según los últimos avances científicos, con todas las implicaciones positivas que comporta la falsedad de tal nihilismo, en particular para nuestra visión de lo que significa ser humanos. Ahora sabemos que las cualidades que nos definen en un momento en el tiempo proceden de las experiencias, las cuales conforman el cerebro física y funcionalmente, y que continúan modelándolo mientras vivamos.

  2. La cantidad de neuronas es fija a partir de los primeros años de vida. Por tanto, tenemos una dotación fija y limitada de neuronas para toda la vida. Su cantidad no podrá aumentar, sólo disminuir porque se nos van muriendo.

    También falso. Obviamente no con la misma facilidad, pero las neuronas continúan reponiéndose a lo largo de toda nuestra existencia. O sea, que el cerebro se mantiene, en general, en un estado de Work In Progress (Obra en Curso), por utilizar un término de fabricación, mientras la vida continúe. Su estructura es permanentemente maleable, incluso para la localización de funciones, por tanto “es permanentemente educable”.

Los cambios en el cerebro son evidentemente más fáciles mientras se es joven, pero la ventana de oportunidad de cambio nunca se cierra del todo. Las experiencias de una vida pasan a la siguiente generación. También algunos decían que no, que sólo contaban los genes.

Hay una tremenda ironía en todo esto: cuando creemos que nuestras habilidades y características están ya fijas, los esfuerzos encaminados a aprender cosas nuevas, ya sea académicamente o profesionalmente, tienen poco efecto. En general, están condenados al fracaso. En cambio, si nos dicen que podemos cambiar, esto nos galvaniza y empuja. Y esto último es en realidad lo que la ciencia nos dice últimamente. 

Genís Barcons
Consultor de Aicon Consultores de Gestión, S.L.
22/10/2007

jul 232007
 

En el artículo anterior tratamos el tema fijándonos en el objeto de la decisión, la acción y centrándonos en los distintos actores implicados en toda decisión: los Ejecutores, los Decisorios, los Proponentes, los que Tienen Algo que Decir y finalmente los que Tienen que Estar de Acuerdo.

Hoy nos centraremos más en el proceso de decidir en sí, en los componentes del proceso o los estadios o etapas del proceso.

Y además consideraremos un poco los distintos enfoques que este proceso admite o acostumbra a tener. Pero sin perder de vista lo que ya dejamos claro la otra vez sobre la acción: “Una buena decisión ejecutada con presteza es mucho mejor que una decisión brillante ejecutada con lentitud o mal”, o sea, que no debemos perdernos en filosofadas o “que el leer no nos haga perder el escribir”.

A menudo, cuando examinamos las acciones de éxito de alguien (persona u organización), pensamos que deberíamos imitar las acciones de este alguien, cuando en realidad quizás nos convendría más imitar el proceso mental o intelectual que le ha llevado a tomar las decisiones que han dado lugar a las acciones que admiramos.

Comencemos por identificar los diferentes estadios de toda decisión, para lo cual podemos usar una división comúnmente aceptada: a) Determinar lo que es importante a considerar, b) Analizar las relaciones causa-efecto, c) Aclarar el camino para tomar una decisión (el árbol o la arquitectura) y d) Decidir la mejor opción.

Así dicho parece puro sentido común, sobretodo si aplicamos la lógica cartesiana, en la que han intentado educarnos.

Comentemos los pasos con un poco más de detalle:

  1. Qué es importante: Normalmente tenemos muchos ingredientes y corremos el riesgo de perdernos, por tanto hacemos el esfuerzo de ponderar los factores para descartar aquellos que tienen poca o nula trascendencia y así reducir el problema a una cantidad humana de variables que nos permita trabajar eficazmente.
    Normalmente nos fijaremos sólo en aquello que es importante de una manera obvia, porque de otro modo las posibilidades de considerar variables aumentan, a menudo exponencialmente, y nunca llegaríamos a una conclusión.
  2. Causa-Efecto: Establecemos las relaciones de este tipo que hay entre los ingredientes o las variables, una vez reducidas en cantidad.
    Si somos disciplinados (y eficaces) seguramente podremos establecer una relación clara entre las variables. Quizás algún tipo de regresión lineal, que es un método válido y bien aceptado y que nos permite reducir la complejidad del mundo, de forma que nos podamos entender con él.
  3. Árbol de decisión: No es un tema menor, en realidad aquí comienza la decisión. Dependiendo de en qué orden nos hagamos las preguntas estaremos descartando posibles salidas del proceso y, por tanto, condicionando el resultado final. No es lo mismo, para decidir si vas a París en avión o tren, valorar más el tiempo que el dinero, el resultado dependerá de qué pongamos (y por tanto consideremos) en primer lugar: la rapidez o la economía.
    Típicamente dividiremos el problema en partes lo suficientemente pequeñas como para que puedan ser atacadas por separado, para después volver a montar el puzzle con las conclusiones o soluciones individuales.
  4. Tomar una decisión: Escoger una de las opciones posibles es decidir. Normalmente cuando llegamos a este punto, si hemos sido rigurosos, tenemos un subconjunto limitado de opciones, porque por el camino nos hemos ido simplificando la vida, tal como se nos ha educado a hacerlo.

Llegados a este estadio ya sólo nos queda escoger entre las opciones disponibles, previamente cuantificadas y ponderadas, utilizando un esquema de “esto o aquello”.

¡Qué bonito nos quedó!

Como diría el castizo “simple como la vida misma”, porque, cartesianos como somos (o como han intentado educarnos), hemos simplificado las cosas lo suficiente como para poderlas tratar y entender. Es bueno y está bien. De hecho, ¿de qué nos iba a servir sino haber ido a la escuela si no supiéramos diseccionar problemas?

El problema es que hasta aquí casi todo el mundo es capaz de hacerlo más o menos igual de bien, con la formación y entrenamiento adecuados. Y a veces para triunfar no es suficiente con hacerlo igual que otros. Puede ocurrir que el problema que haya que resolver sea complejo en su naturaleza y no admita simplificaciones.

Pasa un poco como en fabricación, los fundamentos básicos de la organización industrial y la división del trabajo hay que dominarlos, constituyen “el Taylorismo” para entendernos.

Pero después ha habido alguien que ha hablado de “Toyotismo”, de “Just In Time”, etc. Estos son estadios superiores de la organización industrial, que dan por supuesto que se dominan las bases (no que se olvidan o que no ya no sirven).

Por esto, como hemos insinuado más arriba, las acciones espectacularmente exitosas que admiramos, a menudo son fruto de un proceso de decisión que no rehúye la complejidad y donde se contemplan simultáneamente opciones contrapuestas e incompatibles, sin descartarlas para simplificar, forzando que la decisión salga de la contraposición, la contradicción, la tensión y la síntesis de aspectos de caminos opuestos. Lo que podríamos llamar un método de decisión no lineal.

De hecho, de alguna forma con las máquinas se ha inventado el proceso paralelo para empezar a avanzar en el sentido apuntado. Pero el proceso paralelo, generalmente, sigue siendo un pensamiento lineal aplicado a una opción mientras en paralelo hacemos lo mismo con otra de las opciones. Aquí queremos decir algo más.

Para entendernos:

  • En el punto A): Deberíamos buscar factores que quizás no sea tan obvio que sean importantes, pero que potencialmente puedan ser determinantes.
  • En el punto B): Deberíamos considerar relaciones multidireccionales y no sólo lineales entre las variables.
  • En el punto C): Deberíamos mirar el problema como un conjunto, viendo cómo encajan las distintas partes y cómo una decisión afecta a otra.
  • En el punto D): Habría que resolver las tensiones entre ideas contrapuestas, posiblemente forzando la generación de soluciones innovadoras.

No estamos diciendo que debamos complicarnos la vida si no es necesario.

El método cartesiano constituye la base. Debe aplicarse sistemáticamente.

Pero no olvidemos que no todo es simplificable siempre.

En determinados casos, aplicando la lógica del “divide y resolverás” simplemente llegaremos a las mismas conclusiones que nuestra competencia y, por tanto, nuestra ventaja será escasa o nula.

Entonces convendrá dar un paso más.

Genís Barcons
Consultor de Aicon Consultores de Gestión, S.L.
23/07/2007